Érase
que se era, que en buena hora sea, un fantasma al que le gustaba
mucho viajar, un día se fue al espacio con su nave espacial y allí
estuvo muchísimo tiempo y ya estaba cansado de ver siempre lo mismo:
planetas, meteoritos, satélites... Entonces, decidió que iría con
su puerta mágica al Planeta Tierra, que le parecía muy bonito desde
su vista del espacio. Primero, recorrió muchos lugares. Vio grandes
ciudades con edicios gigantescos y monumentos impresionantes.
Disfrutó viendo una torre inclinada, otra de hierro, inmensas
pirámides de piedra, calles por donde corría el agua, templos e
iglesias espléndidos. En la mayoría de los sitios se sorprendió
bastante porque vio que había unos seres (personas, tenía entendido
que se llamaban) que parecía que algo se les escapaba o que siempre
estaban huyendo, pues iban muy deprisa en todas direcciones. En
cambio anduvo por otras zonas casi desérticas. Algunas eran
extensiones totalmente verdes, también había enormes montañas,
mares y océanos que ocupaban la mayor parte del planeta. Se
sorprendió ante paisajes repletos de arenas.
Aunque
contempló una variedad espléndida de cosas, nada le emocionó tanto
como un lugar en el que descubrió personas pequeñas (¿serían
niños?) que estaban jugando y divertiéndose. El, acostumbrado a
estar siempre solo, deseó como nunca permanecer junto a ellos. Se
acercó, poco a poco y cada vez más asustado, temiendo que lo
descubrieran. Sorprendido notó que nadie se daba cuenta de su
presencia. Así pasó horas sin parar. De repente, entendió qué
pasaba: ¡era un fantasma, y por tando invisible! Acababa de
averiguar que aquello era lo que más feliz lo hacía. Ya sabía cómo
iba a entretenerse a partir de entonces. Y se acabó este cuento con
sal y pimiento y rabanillo tuerto.
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